jueves, 8 de enero de 2009

Fin de año (Sin bares y sin cine)

Los finales de año siempre son tristes. Especialmente en Bogotá. A mí personalmente me alegró que se acabara el 2008, gracias a la innata terquedad nacional de insistir en creer que cada año que viene va a ser mejor que el que se acaba. Pero fue triste el fin de año, especialmente en Bogotá. Locales de comida, o de licores, o de cualquier otra cosa cerrados a las diez de la noche, de manera que hacia las once de la calle se podía afirmar que, literalmente, habían más almas en el cementerio. Difícil encontrar que hacer, y mucho más aún, encontrar un sitio para tomarse un trago sin la parafernalia de los bares de la 85 o la 93 que, por demás está decir, si abrían permanecían vacíos, aparte de que si a las diez no habían buses, hacia las tres de la madrugada a duras penas se podía encontrar un taxi.
Recuerdo que en otros tiempos la cosa no era así. La vida nocturna de Bogotá terminó después de la instauración de la "Hora Zanahoria" impuesta por el Alcalde Mockus, justamente para evitar que se incrementara la cantidad de almas de los cementerios. Pueda ser que gracias a las restricciones Bogotá sea una ciudad más segura, y de seguro, ahora es una ciudad más aburrida. Sin embargo aún es posible visitar inclusive hacia las cinco de la mañana cualquiera de los cinco burdeles de más trayectoria en Bogotá y conseguir licor, cocaína y prostitutas. Eso, no lo voy a negar, suena bastante entretenido, pero en todo caso, tampoco lo voy a negar, valoro enormemente la seguridad personal y en los burdeles es inseguro entrar, es inseguro permanecer, y es inseguro salir, como en las calles. Gracias a la hora zanahoria hay más ladrones per capita, mejor dicho: hay más ladrones para uno solo.
Salir por la noche, así nos lo han enseñado, implica correr un riesgo: el diablo es puerco. Este riesgo lo han corrido los habitantes nocturnos de la Bogotá conventual de los siglos XVII, XVIII, XIX, XX y, por supuesto no podía faltar, XXI. El mismo riesgo que implica querer tomarse un trago desde las dos de la tarde hasta las nueve de la noche (una horario seguro) en una ciudad que cada día se vuelve más conservadora. Porque de día o de noche el diablo siempre será puerco, y los conservadores siempre le tendrán miedo a la suciedad. Ellos ya no requieren de un índex para censurar cosas, como lo hacía el Vaticano con su lista de libros prohibidos hasta 1966. Sencillamente por obra y gracia del Espíritu Santo en la noche no hay locales abiertos, y en los cines solo se proyectan tres o cuatro películas. Los hilos de la prohibición son cada vez más finos, invisibles y resistentes. La censura al cine (y a los horarios de atención de los bares), nos dicen hoy por hoy, se debe a factores económicos. Mientras que en el mes de diciembre en Estados Unidos, por citar algún ejemplo, se estrenaron cerca de 40 películas, en los múltiplex de Bogotá, cada uno dotado con 10 salas, fueron proyectadas siempre las mismas tres o cuatro películas programadas por expertos en mercadeo que creen que los únicos que ven cine en diciembre son los niños, y que la mayoría de esos niños son unos idiotas. La clave del éxito en Bogotá es hacer parte de afortunado séquito de elegidos que tienen el poder de discernir por los menos afortunados (al carajo con esa cosa que... ¿cómo se llama?, !ah¡, !sí¡, libre albedrío). La censura abandona entonces a la religión como transfondo y se abraza a la economía como si esta fuera una ideología. En los últimos años se desplazó la pregunta ética enunciada en por Shakespeare en Hamlet ¿Ser o no ser?, por la invitación a clasificarse según las posesiones, el título de una de las novelas de Ernest Hemingway: Tener y no tener. Sin embargo, sea cual sea el transfondo de la censura, los escenarios amenazados siempre han sido, son y serán los mismos: aquellos que posibilitan el intercambio cultural.
Afortunadamente empieza un nuevo año, se retoman actividades, la ciudad vuelve a llenarse de gente, y el convento cierra dos horas más tarde.